jueves, 6 de febrero de 2025

El destino humano

Con la persistente aparición del virus SARS en centenares de variantes se contabilizaron un total de siete pandemias mundiales entre 2042 y 2055. Al igual que con su predecesor de 2019, el índice de mortalidad fue muy elevado, pero afectó principalmente a los más jóvenes. Con mayor o menor manifestación de los síntomas, el común denominador en los distintos continentes fue, en el último de los casos, que no se logró la inmunidad de rebaño y todas las personas se contagiaron. A partir de este evento la raza humana perdió –en un término de seis años– el sentido del olfato. La función olfativa de las fosas nasales se degradó con rapidez y quedó reducida tan solo a la inhalación. La anosmia se enquistó en nuestro ADN y la estructura sensorial que poseía el cerebro para detectar y distinguir olores y feromonas, desapareció. Hubo graves casos de intoxicación por consumo de alimentos en mal estado, explosiones por falta de detección de fugas de gases inflamables, e innumerables trastornos psicológicos.
Más adelante, en 2097, con la tierra contaminada en extremo, la aridez se adueñó del suelo y se arraigó para siempre, incapaz de arrojar un solo alimento. Las lluvias, que otrora habían sido tan beneficiosas para la producción agrícola y ganadera, se precipitaron sin interrupción por el término de quince meses inundando infinidad de ciudades y poblados. Luego sobrevino la sequía que se extendió otros once meses y tuvo consecuencias catastróficas. Finalmente, ante la abrupta extinción de todo tipo de animales para consumo, el sentido del gusto desapareció por completo de la genética humana. La alimentación se realiza a través de la ingesta de comprimidos y, al igual que los fármacos, son todos de origen sintético ultraprocesados. La industria gastronómica –que estaba en manos de los grupos económicos más poderosos del planeta– se las había ingeniado para clonar carnes y verduras durante décadas, pero no se encontró la forma de revertir este suceso y finalmente se extinguió.
En 2172, cuando se desató la cuarta guerra mundial, la utilización de armas ultrasónicas durante los cuatro días de conflictos bélicos, tuvo consecuencias severas sobre nuestra salud. Se atrofió la capacidad de los receptores de impulsos nerviosos generados por la cóclea para traducir al cerebro las vibraciones de sonido, y el cerebro perdió su potencial para recibirlos. Así se desencadenó la pérdida total del sentido auditivo en todos los mamíferos. Este cambio repercutió en la orientación y en la percepción del equilibrio. Por eso, todos los seres se volvieron más lentos en cada uno de sus movimientos y aumentó el estado de alerta. El ciclo del sueño se estableció en forma natural en un máximo de una hora por cada cinco de vigilia. El declinar progresivo de la audición pasó por varias etapas, la más crítica de ellas fue la primera, cuando se instaló el irritante sonido provocado por acúfenos. Muchas personas enloquecieron y, lejos de buscar una solución, recurrieron al suicidio. Los implantes cocleares dejaron de funcionar y la sordera se asentó de forma congénita. La práctica del habla declinó en pocos meses y las comunicaciones se redujeron a simple simbología visual. La existencia de la vida sin música sumió a la humanidad en una profunda tristeza que aún perdura. Toda la tecnología de avanzada, en cuestiones de audio y transmisiones de sonido, se convirtió en obsoleta e inútil.
Una casi imperceptible lluvia ácida, que comenzó luego de las guerras químicas de 2217 y se extendió hasta mediados de 2234, originó mutaciones en las células de la piel, que se hizo resistente a fuerza de disminuir y deteriorar el sentido del tacto, hasta su completa desaparición. Estas perturbaciones se caracterizaron por generar reiterados cambios en la coloración de la epidermis y otras sintomatologías relacionadas con la fotosensibilidad. La exposición a la luz del sol se debió limitar a unos pocos minutos por día para evitar quemaduras y otras lesiones. El vello dejó de crecer en todas las partes del cuerpo. Además, comenzaron a aparecer con frecuencia malformaciones en los miembros y en los órganos internos. Se afectó la sensibilidad en todas las extremidades, se atrofiaron los órganos reproductores, desaparecieron las prácticas sexuales y se debió recurrir a la inseminación artificial para la preservación de la especie.
Ahora, en el año 2299, en las puertas del siglo veinticuatro, estamos en pleno desarrollo de una nueva etapa evolutiva. Ante las irreversibles mutaciones que modificaron las cualidades físicas de nuestra especie, se desarrollaron otras características. Nuestra visión ha mejorado en todas las frecuencias electromagnéticas, desde los rayos gamma hasta la radiación infrarroja. Además, se generó una mayor amplitud en la capacidad de los termorreceptores corporales, que permitieron la adaptación a las violentas variaciones de temperatura que se manifiestan durante el día y la noche.
Poco queda de humanidad en estos cuerpos amorfos e insensibles. Las limitaciones impuestas por los cambios evolutivos transformaron nuestra anatomía en poco menos que primitivas máquinas, de características rústicas y arcaicas. La resignación de la raza a estos cambios es inevitable, debido a que todos los intentos por restituir los sentidos que se perdieron a través del tiempo, tuvieron consecuencias nefastas. Ninguna rama de la ciencia pudo torcer el destino que la genética nos impuso.
En nuestra eterna búsqueda de respuestas a los interrogantes de la vida, nunca claudicaremos. En toda la historia de la humanidad, si hemos logrado algo positivo, es que ya nadie utilice anteojos.

Marcelo Tittaferrante.

Imagen tomada de la red 

viernes, 12 de abril de 2024

Sin efecto (microrrelato)

 

En un lago de Beijing una mariposa es atrapada en pleno aleteo por la pegajosa lengua de un sapo.

En Nueva York el sol resplandece.

 

Marcelo Tittaferrante.


Imagen tomada de la red.

El puente del Diablo (microcuento)

 

Cuando Herrmann Friedrich diseñó el puente, a mediados del siglo XIX, tenía en claro cuál sería su utilidad, por eso lo hizo intransitable.

Para realizar la excavación que daría lugar al lago artificial necesitó la ayuda de muchos obreros, pero a la hora de levantar el puente solo contrató al carpintero del pueblo llamado Traugott.

Con admirable paciencia trabajó sobre el andamiaje de madera acuñando las piedras que crearían un maravilloso efecto visual. Se aseguró de no incluir ningún tipo de pretil para infundir más temor a quienes osaran cruzarlo.

Cuando hubieron terminado la obra maestra procedieron a retirar las maderas de contención. Durante este proceso el carpintero sufrió una caída y murió. Friedrich aprovechó este hecho que facilitó su plan. Arrastró el cuerpo hasta el bastión norte, lo introdujo en el hueco diseñado para tal fin, y allí lo sepultó. Luego llevó a su esposa para mostrarle el puente y la mató de un golpe en la nuca. Ocultó el cuerpo en el bastión sur repitiendo el proceso anterior.

Sobre el lago Rakotz, en la piedra más alta del puente dejó una sutil inscripción que nadie ha visto jamás: “La traición se paga”.

 

Marcelo Tittaferrante.


Imagen tomada de la red.


viernes, 22 de marzo de 2024

La gravedad

   Cuando compró la entrada para el recital que daría Divididos en el estadio Atenas de la ciudad de La Plata, no le importó estar en una silla de ruedas. No se perdería esa oportunidad única de festejar los treinta años de su banda preferida. No permitiría que ese accidente que había tenido con la moto lo privara de presenciar esa fiesta inigualable. Ya se había acostumbrado a la limitada dependencia de su compañera motriz que solo le proporcionaba aburridos desplazamientos paralelos al piso. Siempre a la misma altura. Siempre lenta y monótona. Se habían escurrido veinticinco años, la mitad de su vida, entre la impotencia y el sufrimiento, entre la cama y la silla. Los sueños de juventud habían quedado desparramados en el accidente como una copa de cristal hecha añicos. Sus piernas desprovistas de actividad muscular se habían reducido a un mísero lastre de carne y huesos. 
   Sábado 13 de mayo de 2019. Los dos puestos de control antes del ingreso los había pasado sin contratiempos. El estadio se estaba llenando más allá de su capacidad y la gente no paraba de llegar. Las pequeñas tribunas ya estaban colmadas y en la pista central se creaba un ambiente febril, como un síntoma de la ansiedad que se acrecentaba con la espera. Desde el escenario comenzaban a llegar los primeros sonidos de prueba que realizaban los técnicos. Habían transformado a la pared en una gigantesca pantalla de video, intercalando en ella múltiples luces reflectoras que luego iluminarían al público al ritmo de los acordes. Varios camarógrafos se disponían a captar las mejores imágenes del evento. Dos enormes columnas de bafles pendían del techo esperando con paciencia transmitir la maravilla de los instrumentos. Todo estaba listo. La emoción se palpaba en el aire.
   Los primeros en aparecer fueron el bajista y el baterista, Diego Arnedo y Catriel Ciavarella. Recibieron los primeros aplausos de la multitud presente. Pero la excitación se manifestó exultante con la entrada de Ricardo Mollo, guitarrista y líder de Divididos. El rock sonó con estruendosa potencia y armonía. La gente no paraba de saltar y cantar. Como es habitual, los más jóvenes formaron el pogo.
   Comenzaron a desplazarse de aquí para allá, alborotados, con empujones que les generaron una gran diversión. Sin dejar de cantar y acompañado de su amigo que dirigía la silla de ruedas, se incorporó al pogo. Su cara manifestó una satisfacción plena, pocas veces vista en él. Después de dos horas de profusa emoción, cerró los ojos y sintió que su cuerpo comenzó a flotar. Podía ver todo desde una altura imposible. Vio la pantalla gigante, las luces destellantes, el estadio repleto, los músicos concentrados, los técnicos de iluminación y sonido. Todo le pareció increíble. Se vio a sí mismo cantando y saltando sobre sus propias piernas, se vio más joven, venciendo la fuerza de la gravedad que ahora lo postraba. Se vio en aquel primer recital de 1989...

Marcelo Tittaferrante


Imagen tomada de la red.