miércoles, 22 de octubre de 2025

Un trámite sencillo

 

Luego de una larga espera en las oficinas del banco me dirigí hacia el Registro Civil de Paso del Rey. Las indicaciones de la tesorera habían sido claras: hacer firmar la documentación por un escribano público, «un trámite sencillo, lo espera y regresa aquí».

Ya conocía el lugar, así que, mientras conducía de memoria hacia allí, comencé a repasar en la mente las actividades del resto del día. Traté de organizar los horarios, pero solo pude estimar posibilidades, porque no sabía a qué hora me desocuparía. El registro solía ser un lugar muy concurrido, era muy difícil calcular cuánto tardaría.

Me sorprendió descubrir que en la oficina municipal no había gente esperando. La sala totalmente vacía fue como una brisa de aire fresco en un día de verano. Tal fue mi sorpresa, que lo primero que pensé fue que no estarían atendiendo, pero a medida que me acercaba al mostrador observé que había varios escritorios ocupados. Todo estaba en orden.

Había tardado solo un minuto en conseguir estacionamiento a tan solo cincuenta metros de allí. Me sentí afortunado y expresé una sonrisa sutil con la convicción de que era el presagio de un excelente día.

Con la carpeta en la mano, recorrí el lugar con la mirada y observé a cada uno de los empleados. Absortos en sus computadoras, ninguno pareció haber notado mi presencia. Esperé pacientemente durante varios minutos, mi cuerpo se apoyaba alternando entre el pie derecho y el izquierdo, la carpeta pasaba de una mano a la otra, los ojos barrían la oficina atentos a algún indicio que indicara que me atenderían. Nada.

El que estaba a la izquierda se levantó y caminó hacia el fondo del lugar. Al rato apareció con un termo y un mate en las manos. Regresó a su escritorio y mientras cebaba un mate, se rascó una oreja con un lápiz.

—Discúlpeme, caballero. Veo que está ocupado con el desayuno, ¿habrá alguien que pueda atenderme? Necesitaría certificar una firma para el banco.

—¿Tiene número?

Mi reacción fue instantánea, volví a mirar hacia atrás para verificar que no había nadie más en la sala.

—Estoy solo. —dije con incredulidad.

—Debe sacar un número. —sentenció.

Con un poco de indignación y otro poco de fastidio me dirigí hacia la entrada y retiré un número verde, el treinta y ocho. Me acerqué nuevamente al mostrador esperando ser atendido. Luego de varios minutos, dirigí la mirada hacia el mismo empleado y dije:

—Ya saqué número.

—Espere a ser llamado. —respondió.

Decidí sentarme porque necesitaba calmar mis ánimos. Además, no tenía ninguna intención de discutir con ese personaje gris. La palidez del rostro bajo esas luces mortecinas le daban un aspecto sepulcral. Todo el ambiente me resultó tétrico. Por un momento me compadecí de esas personas que pasaban sus días encerrados allí, haciendo sin ganas un trabajo que detestaban. En un rato estaría afuera y olvidaría todo para ocuparme de mis cosas, volvería a conducir mi auto, relajado, mientras ellos seguirían como leones en un zoológico.

—Treinta y siete —el hombre estaba detrás del mostrador y llamaba. Repitió—. Treinta y siete.

No pude más que mirar la sala vacía y preguntarme ¿qué le pasa a este tipo? Me puse de pie y esperé. Entonces sucedió.

—Treinta y ocho.

Entregué el número y la carpeta con los documentos, indicando lo que necesitaba. Llevó los papeles hasta el escritorio de la derecha y se los dejó al compañero. Este los revisó minuciosamente, hoja por hoja. Se levantó y los llevó hasta otro que estaba muy atrás, se los dejó a una mujer mayor, de gruesos anteojos y uñas esculpidas, que rápidamente firmó donde le indicaban. El hombre regresó y me dijo:

—Saque un número azul.

La sala aún estaba vacía.

—Pero…, estoy solo.

—Lo llamarán por número, señor.

Atravesé la sala a paso firme, retiré el número azul, el dieciocho y regresé a mi asiento resoplando audiblemente por la nariz.

Había transcurrido más de una hora desde mi llegada y el agradable augurio inicial se transformaba en una piedra dentro del zapato. Cuanto más miraba el reloj, más lentos pasaban los minutos. ¿Cómo era posible que, habiendo cuatro personas atendiendo y estando solo, tuviera que esperar tanto para firmar un documento? No era capaz de imaginar el lugar lleno de gente, debería ser una locura, especialmente si se acababan los números… Había algo inquietante en eso y no encontraba justificación para semejante actitud.

Traté de espantar los malos pensamientos y me enfoqué nuevamente en cómo continuar con mi día. Estaba tan concentrado que no advertí el llamado del número diecisiete. El dieciocho quedó reverberando en la sala hasta que me levanté de un salto.

La mujer se hallaba detrás del mostrador con las gafas sobre la punta de la nariz. Me miró sobre ellas y luego volvió la vista a los papeles que había firmado.

—Buen día, señor. Aquí está todo. —Abrió un gran libro de actas y señaló un renglón donde figuraba mi nombre—. Firme aquí.

—Buen día, señora —dije mientras firmaba—, ¿puedo hacerle una pregunta?

—Sí.

—¿Era necesario sacar turno dos veces y esperar más de una hora para realizar una firma que hizo en pocos segundos?

—Es cuestión de orden. Aquí respetamos las reglas, señor.

Tomé la carpeta con una mueca de desprecio mientras el ojo derecho me titilaba con fuerza. La mujer me miró horrorizada y dio un paso atrás, como si hubiera percibido mi pensamiento criminal. Di media vuelta y caminé hacia afuera. Al cruzar la puerta, una joven ingresaba y la tomé del brazo.

—¡No se olvide de sacar número! —dije con la voz elevada.

La mujer me miraba con temor, pero no la solté hasta después de dos minutos cuando percibí el pánico en su rostro. Tenía que asegurarme de que me hubiera entendido.

 

Marcelo Tittaferrante.

Imagen tomada de la red.

jueves, 6 de febrero de 2025

El destino humano

Con la persistente aparición del virus SARS en centenares de variantes se contabilizaron un total de siete pandemias mundiales entre 2042 y 2055. Al igual que con su predecesor de 2019, el índice de mortalidad fue muy elevado, pero afectó principalmente a los más jóvenes. Con mayor o menor manifestación de los síntomas, el común denominador en los distintos continentes fue, en el último de los casos, que no se logró la inmunidad de rebaño y todas las personas se contagiaron. A partir de este evento la raza humana perdió –en un término de seis años– el sentido del olfato. La función olfativa de las fosas nasales se degradó con rapidez y quedó reducida tan solo a la inhalación. La anosmia se enquistó en nuestro ADN y la estructura sensorial que poseía el cerebro para detectar y distinguir olores y feromonas, desapareció. Hubo graves casos de intoxicación por consumo de alimentos en mal estado, explosiones por falta de detección de fugas de gases inflamables, e innumerables trastornos psicológicos.
Más adelante, en 2097, con la tierra contaminada en extremo, la aridez se adueñó del suelo y se arraigó para siempre, incapaz de arrojar un solo alimento. Las lluvias, que otrora habían sido tan beneficiosas para la producción agrícola y ganadera, se precipitaron sin interrupción por el término de quince meses inundando infinidad de ciudades y poblados. Luego sobrevino la sequía que se extendió otros once meses y tuvo consecuencias catastróficas. Finalmente, ante la abrupta extinción de todo tipo de animales para consumo, el sentido del gusto desapareció por completo de la genética humana. La alimentación se realiza a través de la ingesta de comprimidos y, al igual que los fármacos, son todos de origen sintético ultraprocesados. La industria gastronómica –que estaba en manos de los grupos económicos más poderosos del planeta– se las había ingeniado para clonar carnes y verduras durante décadas, pero no se encontró la forma de revertir este suceso y finalmente se extinguió.
En 2172, cuando se desató la cuarta guerra mundial, la utilización de armas ultrasónicas durante los cuatro días de conflictos bélicos, tuvo consecuencias severas sobre nuestra salud. Se atrofió la capacidad de los receptores de impulsos nerviosos generados por la cóclea para traducir al cerebro las vibraciones de sonido, y el cerebro perdió su potencial para recibirlos. Así se desencadenó la pérdida total del sentido auditivo en todos los mamíferos. Este cambio repercutió en la orientación y en la percepción del equilibrio. Por eso, todos los seres se volvieron más lentos en cada uno de sus movimientos y aumentó el estado de alerta. El ciclo del sueño se estableció en forma natural en un máximo de una hora por cada cinco de vigilia. El declinar progresivo de la audición pasó por varias etapas, la más crítica de ellas fue la primera, cuando se instaló el irritante sonido provocado por acúfenos. Muchas personas enloquecieron y, lejos de buscar una solución, recurrieron al suicidio. Los implantes cocleares dejaron de funcionar y la sordera se asentó de forma congénita. La práctica del habla declinó en pocos meses y las comunicaciones se redujeron a simple simbología visual. La existencia de la vida sin música sumió a la humanidad en una profunda tristeza que aún perdura. Toda la tecnología de avanzada, en cuestiones de audio y transmisiones de sonido, se convirtió en obsoleta e inútil.
Una casi imperceptible lluvia ácida, que comenzó luego de las guerras químicas de 2217 y se extendió hasta mediados de 2234, originó mutaciones en las células de la piel, que se hizo resistente a fuerza de disminuir y deteriorar el sentido del tacto, hasta su completa desaparición. Estas perturbaciones se caracterizaron por generar reiterados cambios en la coloración de la epidermis y otras sintomatologías relacionadas con la fotosensibilidad. La exposición a la luz del sol se debió limitar a unos pocos minutos por día para evitar quemaduras y otras lesiones. El vello dejó de crecer en todas las partes del cuerpo. Además, comenzaron a aparecer con frecuencia malformaciones en los miembros y en los órganos internos. Se afectó la sensibilidad en todas las extremidades, se atrofiaron los órganos reproductores, desaparecieron las prácticas sexuales y se debió recurrir a la inseminación artificial para la preservación de la especie.
Ahora, en el año 2299, en las puertas del siglo veinticuatro, estamos en pleno desarrollo de una nueva etapa evolutiva. Ante las irreversibles mutaciones que modificaron las cualidades físicas de nuestra especie, se desarrollaron otras características. Nuestra visión ha mejorado en todas las frecuencias electromagnéticas, desde los rayos gamma hasta la radiación infrarroja. Además, se generó una mayor amplitud en la capacidad de los termorreceptores corporales, que permitieron la adaptación a las violentas variaciones de temperatura que se manifiestan durante el día y la noche.
Poco queda de humanidad en estos cuerpos amorfos e insensibles. Las limitaciones impuestas por los cambios evolutivos transformaron nuestra anatomía en poco menos que primitivas máquinas, de características rústicas y arcaicas. La resignación de la raza a estos cambios es inevitable, debido a que todos los intentos por restituir los sentidos que se perdieron a través del tiempo, tuvieron consecuencias nefastas. Ninguna rama de la ciencia pudo torcer el destino que la genética nos impuso.
En nuestra eterna búsqueda de respuestas a los interrogantes de la vida, nunca claudicaremos. En toda la historia de la humanidad, si hemos logrado algo positivo, es que ya nadie utilice anteojos.

Marcelo Tittaferrante.

Imagen tomada de la red 

viernes, 12 de abril de 2024

Sin efecto (microrrelato)

 

En un lago de Beijing una mariposa es atrapada en pleno aleteo por la pegajosa lengua de un sapo.

En Nueva York el sol resplandece.

 

Marcelo Tittaferrante.


Imagen tomada de la red.

El puente del Diablo (microcuento)

 

Cuando Herrmann Friedrich diseñó el puente, a mediados del siglo XIX, tenía en claro cuál sería su utilidad, por eso lo hizo intransitable.

Para realizar la excavación que daría lugar al lago artificial necesitó la ayuda de muchos obreros, pero a la hora de levantar el puente solo contrató al carpintero del pueblo llamado Traugott.

Con admirable paciencia trabajó sobre el andamiaje de madera acuñando las piedras que crearían un maravilloso efecto visual. Se aseguró de no incluir ningún tipo de pretil para infundir más temor a quienes osaran cruzarlo.

Cuando hubieron terminado la obra maestra procedieron a retirar las maderas de contención. Durante este proceso el carpintero sufrió una caída y murió. Friedrich aprovechó este hecho que facilitó su plan. Arrastró el cuerpo hasta el bastión norte, lo introdujo en el hueco diseñado para tal fin, y allí lo sepultó. Luego llevó a su esposa para mostrarle el puente y la mató de un golpe en la nuca. Ocultó el cuerpo en el bastión sur repitiendo el proceso anterior.

Sobre el lago Rakotz, en la piedra más alta del puente dejó una sutil inscripción que nadie ha visto jamás: “La traición se paga”.

 

Marcelo Tittaferrante.


Imagen tomada de la red.