Con la persistente aparición del virus SARS en centenares de variantes se contabilizaron un total de siete pandemias mundiales entre 2042 y 2055. Al igual que con su predecesor de 2019, el índice de mortalidad fue muy elevado, pero afectó principalmente a los más jóvenes. Con mayor o menor manifestación de los síntomas, el común denominador en los distintos continentes fue, en el último de los casos, que no se logró la inmunidad de rebaño y todas las personas se contagiaron. A partir de este evento la raza humana perdió –en un término de seis años– el sentido del olfato. La función olfativa de las fosas nasales se degradó con rapidez y quedó reducida tan solo a la inhalación. La anosmia se enquistó en nuestro ADN y la estructura sensorial que poseía el cerebro para detectar y distinguir olores y feromonas, desapareció. Hubo graves casos de intoxicación por consumo de alimentos en mal estado, explosiones por falta de detección de fugas de gases inflamables, e innumerables trastornos psicológicos.
Más adelante, en 2097, con la tierra contaminada en extremo, la aridez se adueñó del suelo y se arraigó para siempre, incapaz de arrojar un solo alimento. Las lluvias, que otrora habían sido tan beneficiosas para la producción agrícola y ganadera, se precipitaron sin interrupción por el término de quince meses inundando infinidad de ciudades y poblados. Luego sobrevino la sequía que se extendió otros once meses y tuvo consecuencias catastróficas. Finalmente, ante la abrupta extinción de todo tipo de animales para consumo, el sentido del gusto desapareció por completo de la genética humana. La alimentación se realiza a través de la ingesta de comprimidos y, al igual que los fármacos, son todos de origen sintético ultraprocesados. La industria gastronómica –que estaba en manos de los grupos económicos más poderosos del planeta– se las había ingeniado para clonar carnes y verduras durante décadas, pero no se encontró la forma de revertir este suceso y finalmente se extinguió.
En 2172, cuando se desató la cuarta guerra mundial, la utilización de armas ultrasónicas durante los cuatro días de conflictos bélicos, tuvo consecuencias severas sobre nuestra salud. Se atrofió la capacidad de los receptores de impulsos nerviosos generados por la cóclea para traducir al cerebro las vibraciones de sonido, y el cerebro perdió su potencial para recibirlos. Así se desencadenó la pérdida total del sentido auditivo en todos los mamíferos. Este cambio repercutió en la orientación y en la percepción del equilibrio. Por eso, todos los seres se volvieron más lentos en cada uno de sus movimientos y aumentó el estado de alerta. El ciclo del sueño se estableció en forma natural en un máximo de una hora por cada cinco de vigilia. El declinar progresivo de la audición pasó por varias etapas, la más crítica de ellas fue la primera, cuando se instaló el irritante sonido provocado por acúfenos. Muchas personas enloquecieron y, lejos de buscar una solución, recurrieron al suicidio. Los implantes cocleares dejaron de funcionar y la sordera se asentó de forma congénita. La práctica del habla declinó en pocos meses y las comunicaciones se redujeron a simple simbología visual. La existencia de la vida sin música sumió a la humanidad en una profunda tristeza que aún perdura. Toda la tecnología de avanzada, en cuestiones de audio y transmisiones de sonido, se convirtió en obsoleta e inútil.
Una casi imperceptible lluvia ácida, que comenzó luego de las guerras químicas de 2217 y se extendió hasta mediados de 2234, originó mutaciones en las células de la piel, que se hizo resistente a fuerza de disminuir y deteriorar el sentido del tacto, hasta su completa desaparición. Estas perturbaciones se caracterizaron por generar reiterados cambios en la coloración de la epidermis y otras sintomatologías relacionadas con la fotosensibilidad. La exposición a la luz del sol se debió limitar a unos pocos minutos por día para evitar quemaduras y otras lesiones. El vello dejó de crecer en todas las partes del cuerpo. Además, comenzaron a aparecer con frecuencia malformaciones en los miembros y en los órganos internos. Se afectó la sensibilidad en todas las extremidades, se atrofiaron los órganos reproductores, desaparecieron las prácticas sexuales y se debió recurrir a la inseminación artificial para la preservación de la especie.
Ahora, en el año 2299, en las puertas del siglo veinticuatro, estamos en pleno desarrollo de una nueva etapa evolutiva. Ante las irreversibles mutaciones que modificaron las cualidades físicas de nuestra especie, se desarrollaron otras características. Nuestra visión ha mejorado en todas las frecuencias electromagnéticas, desde los rayos gamma hasta la radiación infrarroja. Además, se generó una mayor amplitud en la capacidad de los termorreceptores corporales, que permitieron la adaptación a las violentas variaciones de temperatura que se manifiestan durante el día y la noche.
Poco queda de humanidad en estos cuerpos amorfos e insensibles. Las limitaciones impuestas por los cambios evolutivos transformaron nuestra anatomía en poco menos que primitivas máquinas, de características rústicas y arcaicas. La resignación de la raza a estos cambios es inevitable, debido a que todos los intentos por restituir los sentidos que se perdieron a través del tiempo, tuvieron consecuencias nefastas. Ninguna rama de la ciencia pudo torcer el destino que la genética nos impuso.
En nuestra eterna búsqueda de respuestas a los interrogantes de la vida, nunca claudicaremos. En toda la historia de la humanidad, si hemos logrado algo positivo, es que ya nadie utilice anteojos.
Marcelo Tittaferrante.