Luego de una larga espera en las
oficinas del banco me dirigí hacia el Registro Civil de Paso del Rey. Las
indicaciones de la tesorera habían sido claras: hacer firmar la documentación
por un escribano público, «un trámite sencillo, lo espera y regresa aquí».
Ya conocía el lugar, así que, mientras
conducía de memoria hacia allí, comencé a repasar en la mente las actividades
del resto del día. Traté de organizar los horarios, pero solo pude estimar
posibilidades, porque no sabía a qué hora me desocuparía. El registro solía ser
un lugar muy concurrido, era muy difícil calcular cuánto tardaría.
Me sorprendió descubrir que en la
oficina municipal no había gente esperando. La sala totalmente vacía fue como
una brisa de aire fresco en un día de verano. Tal fue mi sorpresa, que lo
primero que pensé fue que no estarían atendiendo, pero a medida que me acercaba
al mostrador observé que había varios escritorios ocupados. Todo estaba en
orden.
Había tardado solo un minuto en
conseguir estacionamiento a tan solo cincuenta metros de allí. Me sentí
afortunado y expresé una sonrisa sutil con la convicción de que era el presagio
de un excelente día.
Con la carpeta en la mano, recorrí el
lugar con la mirada y observé a cada uno de los empleados. Absortos en sus
computadoras, ninguno pareció haber notado mi presencia. Esperé pacientemente
durante varios minutos, mi cuerpo se apoyaba alternando entre el pie derecho y
el izquierdo, la carpeta pasaba de una mano a la otra, los ojos barrían la
oficina atentos a algún indicio que indicara que me atenderían. Nada.
El que estaba a la izquierda se levantó
y caminó hacia el fondo del lugar. Al rato apareció con un termo y un mate en
las manos. Regresó a su escritorio y mientras cebaba un mate, se rascó una
oreja con un lápiz.
—Discúlpeme, caballero. Veo que está ocupado con el
desayuno, ¿habrá alguien que pueda atenderme? Necesitaría certificar una firma
para el banco.
—¿Tiene número?
Mi reacción fue instantánea, volví a mirar hacia
atrás para verificar que no había nadie más en la sala.
—Estoy solo. —dije con incredulidad.
—Debe sacar un número. —sentenció.
Con un poco de indignación y otro poco de fastidio
me dirigí hacia la entrada y retiré un número verde, el treinta y ocho. Me
acerqué nuevamente al mostrador esperando ser atendido. Luego de varios
minutos, dirigí la mirada hacia el mismo empleado y dije:
—Ya saqué número.
—Espere a ser llamado. —respondió.
Decidí sentarme porque necesitaba calmar mis
ánimos. Además, no tenía ninguna intención de discutir con ese personaje gris.
La palidez del rostro bajo esas luces mortecinas le daban un aspecto sepulcral.
Todo el ambiente me resultó tétrico. Por un momento me compadecí de esas
personas que pasaban sus días encerrados allí, haciendo sin ganas un trabajo
que detestaban. En un rato estaría afuera y olvidaría todo para ocuparme de mis
cosas, volvería a conducir mi auto, relajado, mientras ellos seguirían como leones
en un zoológico.
—Treinta y siete —el hombre estaba detrás del
mostrador y llamaba. Repitió—. Treinta y siete.
No pude más que mirar la sala vacía y preguntarme
¿qué le pasa a este tipo? Me puse de pie y esperé. Entonces sucedió.
—Treinta y ocho.
Entregué el número y la carpeta con los documentos,
indicando lo que necesitaba. Llevó los papeles hasta el escritorio de la
derecha y se los dejó al compañero. Este los revisó minuciosamente, hoja por
hoja. Se levantó y los llevó hasta otro que estaba muy atrás, se los dejó a una
mujer mayor, de gruesos anteojos y uñas esculpidas, que rápidamente firmó donde
le indicaban. El hombre regresó y me dijo:
—Saque un número azul.
La sala aún estaba vacía.
—Pero…, estoy solo.
—Lo llamarán por número, señor.
Atravesé la sala a paso firme, retiré el número
azul, el dieciocho y regresé a mi asiento resoplando audiblemente por la nariz.
Había transcurrido más de una hora desde mi
llegada y el agradable augurio inicial se transformaba en una piedra dentro del
zapato. Cuanto más miraba el reloj, más lentos pasaban los minutos. ¿Cómo era
posible que, habiendo cuatro personas atendiendo y estando solo, tuviera que
esperar tanto para firmar un documento? No era capaz de imaginar el lugar lleno
de gente, debería ser una locura, especialmente si se acababan los números…
Había algo inquietante en eso y no encontraba justificación para semejante actitud.
Traté de espantar los malos pensamientos y me
enfoqué nuevamente en cómo continuar con mi día. Estaba tan concentrado que no
advertí el llamado del número diecisiete. El dieciocho quedó reverberando en la
sala hasta que me levanté de un salto.
La mujer se hallaba detrás del mostrador con
las gafas sobre la punta de la nariz. Me miró sobre ellas y luego volvió la
vista a los papeles que había firmado.
—Buen día, señor. Aquí está todo. —Abrió un
gran libro de actas y señaló un renglón donde figuraba mi nombre—. Firme aquí.
—Buen día, señora —dije mientras firmaba—,
¿puedo hacerle una pregunta?
—Sí.
—¿Era necesario sacar turno dos veces y esperar
más de una hora para realizar una firma que hizo en pocos segundos?
—Es cuestión de orden. Aquí respetamos las
reglas, señor.
Tomé la carpeta con una mueca de desprecio
mientras el ojo derecho me titilaba con fuerza. La mujer me miró horrorizada y
dio un paso atrás, como si hubiera percibido mi pensamiento criminal. Di media
vuelta y caminé hacia afuera. Al cruzar la puerta, una joven ingresaba y la
tomé del brazo.
—¡No se olvide de sacar número! —dije con la
voz elevada.
La mujer me miraba con temor, pero no la solté hasta
después de dos minutos cuando percibí el pánico en su rostro. Tenía que
asegurarme de que me hubiera entendido.
Marcelo Tittaferrante.
