Él estuvo allí, donde la
humanidad se había negado a florecer, donde el trabajo no brindaba un solo
pedazo de pan y la dignidad consistía en mantenerse con vida. Debió hacer un
gran esfuerzo para existir y lo hizo, por sí mismo y por su amada, a quien no
sabía si volvería a ver, pero tenía la firme convicción de que no debía
claudicar. Tal vez, al día siguiente saliera nuevamente el sol.
La esposa lo contempla con
ternura, porque conoce ese proceso que tantas veces presenció desde que por fin
habían abandonado el infierno de Auschwitz. Su Polonia natal, ahora tan
distante, no sería su última morada, pero al menos estarían juntos. Se lleva
una mano a la boca, los párpados abrigan dos perlas brillantes. Ella también
retrocede en el tiempo y recoge fragmentos de su propio corazón.
Él suele tapar los oídos con las
manos, como negándose a recordar, pero le resulta imposible no hacerlo. En los
caprichosos circuitos de la mente se mezclan las trágicas imágenes pasadas con
apacibles recuerdos de la vida familiar. Día a día resulta más difícil situarse
en la temporalidad del presente. La pala se hunde en el suelo húmedo, la
hija mayor abanderada en la escuela, las fosas cada vez más grandes, el
hijo recibe el diploma, los cuerpos apilados como residuos, nace un
nieto en primavera, el humo acre en el aire, el cálido sol del mediodía,
la oscura noche de incertidumbre…
Cada vez que sucede, su cuerpo se
sacude hacia atrás y hacia adelante en cortos espasmos, las tímidas lágrimas se
esconden entre el sudor y se escurren sobre los profundos surcos de la piel. Un
pedacito de vida se apaga.
Marcelo Tittaferrante.